Árbol Viejo

 

 

ACTO PRIMERO

 

En la montaña. Patio del rancho de Don Juan de la Cruz Pizarro. Un gran árbol, cuya fronda sube más arriba de la escena.

 

PANCHO.

— Doscientos y más murieron

en el cuello de un cotón

Corrió todos eran piojos

murieron sin confesión.

Acaso en esta ciudad

hay gente caritativa

que a los heridos se priva

de hacerles la caridad       

de pensar en tal maldad

de morir me dan antojos

de ver que mueren manojos

de piojos como corderos

Dios nos libre compañeros

de que nos volvamos piojos.

 

TODOS.

— ¡Bien, ¡bien! ¡Otra!

 

COSTINO.

— Pchi, esos versos son más viejos que andar de a pie: hasta mi caballo lo sabe.

 

JUGADOR.

— Güeno el caballito, eño... Le falta el hablar no más pa ser igualito a usté. (Todos ríen)

 

COSTINO.

— Pero en la facha no quita ni pone con usté pus, Cumpa.

 

ABUELA.

(Entrando) Ya, niños, dejarse de malas palabras. Por cualquier na, se alzan..., ¡Miren que bendición!

 

PANCHO.

— Si no, abuelita... Pero es que... en uno es lo que es... Usté sabe que yo canto mi poco y mi codeo el Costino...

 

ABUELA.

— ¿Y ese Costino, por qué'sta aquí?

 

COSTINO.

— Porque vine, pues agüelita...

 

JUGADOR 2.

— Linda la respuesta.

 

ABUELA.

— Parece que aquí dentra el que quiere.

 

PANCHO.

— Es que mi taita dice que too el mundo tiene derecho a dentrar en su casa. Más hoy que's fiesta...

 

ABUELA.

— ¿Fiesta? ¿Y de dónde sacaron eso?

 

PANCHO.

— Pero como iba diciendo, este gallo dice que chicharrea su poco y cree que me la gana... y yo creo que el que se la gana soy yo y el ta la diferencia. (La abuela ha salido).

 

JUGADORES.

— Que se definan, que se definan.

 

COSTINO.

— Ya pase la guitarra pa’ca.

(Canta) En el puerto fui chorero

y no quise chorear más

Porque habían por allá

otros choreadores buenos,

 

JUGADOR 1.

— Por eso es que aprendió a chorear no más.

 

JUGADOR 2.

— Que se definan.

 

JUGADOR 1.

— Que se definan.

 

COSTINO.

— Cuando quiera no más, Panchito.

 

PANCHO.

(Quitándole la guitarra) Ya me está metiendo mieo ya. Mejor no le canto na.

 

JUGADOR 2.

— Parece mentira que un hijo de don Juan de la Cruz Pizarro haiga acobardao.

 

JUGADOR 1.

— No pelean ni cantan. Ya, a jugar de apunte. Apuntes faltan.

 

COSTINO.

— Ya échele a los pesos. Ya me voy.

 

JUGADOR 1.

— Un peso al tres, arriba...

 

JUGADOR 2.

— ¡Un peso a la sota, abajo!

 

COSTINO.

(Que talla) El caballo contra el tres, el hijo contra el padre, no puee ser, lo gano chanquita. Y si a la sota le sale el rey, arranca y se entrega: es mujer. (Lucrecia ha entrado y luego sale).

 

PANCHO.

(Canturreando) El uno le dijo al dos

hombre vos sos al revés

y allá le responde el tres,

y qué cuentas sacái voz;

el cuatro le preguntó

al cinco qué estaba haciendo

el seis estaba escribiendo

el siete estaba callao

el ocho too turbao

y el nueve l'va diciendo.

 

COSTINO.

— Me di güerta... El caballero debajo a carta no podía fallar. ¡Doy en dos de caballos, po otro peso!

 

JUGADOR 2.

— Va el peso. Tire por abras.

 

COSTINO.

(Tirando los naipes) Listo. Güen basto, güen oro... ¡Va otro peso! El rey en su remato... ¡Esa es carta! Eché una tallita a lo pobre. ¡El caballo! ¡No podía fallar... es manco fino! Se pasaba el tres que no me ganara.

 

JUGADOR 1.

— ¡Dos pesos al tres!

 

COSTINO.

— Listo. Corre, caballito, pórtate bien caballito... corre caballito... ¡El tres! Ah... fue por alegrarlo no más... el tres ta pa'l'historia... Pero el caballo ta cansao... (Todos se agrupan a ver la apuesta) El caballito, pórtate bien caballito... corre caballito... El tres! fue por alegrarlo no más... el tres ta pa'lhistoria'... Pero el caballo ta cansao... (Todos se agrupan a ver la apuesta) El caballo cansao... Corre caballito, te azotaré con membrillito, como a los rotos incorregibles. ¡El caballo! Llegó cimbrándose, pero llegó. Es mejor que el caballo el del Rey Clarión. (Pausa) Mamorán de caballos. ¡El caballo que quea contra toos los treces de la baraja!

 

JUGADOR 3.

— ¡Van dos pesos!

 

COSTINO.

— ¡Idos! Échale Rey Clarión, échale Rey Clarión... Parece que le veo las orejitas... Cuando lleguís a la raya, saca la lenguita (Canturrea) Mi taitita jue a la guerra —me trajo una culebrita— a toos los pica y los muerde— y a mí me saca la lengüita... corre caballito, el último caballito e copita... Échale, échale... Listo: ¡Este es caballo! Vamos a la otra.

 

ABUELA.

(Entrando) Nadie juega más aquí. ¡Esta casa no es garito! No sé por qué dentra aquí gente que yo no conozco...

 

JUGADOR 2.

(Mientras guarda la baraja) Agüelita, acuérdese, pues. Yo soy Peiro María Pérez, su guacho. Tábamos jugando por pasar el rato no más.

 

ABUELA.

— Háganse los lesos no más. Como si no supieran que hoy es el compromiso de mi nieta mayor. La Clarisa pues. (Sale).

 

PANCHO.

— Claro que lo saben. A eso vienen, a la comilona y a tomar su poco. Pero mi taita dice que está bien y a él hay que hacerle caso. (Abuela vuelve)

 

ABUELA.

— Buen hombre se lleva la Clarisa.

 

JUGADOR 1.

— Dicen que el tal don Gallego tiene plata como mote.

 

PANCHO.

— Tiene sus reales, pero es medio agarrao.

 

ABUELA.

— Ya, Pancho, nos tis pelando. Caa uno cuida lo que tiene y no malgasta su platita, pero es un buen hombre. (Sale).

 

PANCHO.

— Y medio celoso.

 

JUGADOR 2.

— Y contimás que se lleva lo mejor de la casa, ¿no es cierto amigo Costino? (Aparece Pascual, el mayor de los hijos).

 

PASCUAL.

(Ve al Costino) ¿Y usté de aónde viene, y qué hace aquí?

 

COSTINO.

— ¿Sabe que me gusta el cerro este? ¿Y usté que tiene que preuntarme... es confesor o es juez?

 

PASCUAL.

— Soy de aquí.

 

COSTINO.

— De aquí no es naide. Naide es de ninguna parte. Las frutas nacen en el árbol pero se caen d'él... y las que no se caen, las sacan y se las comen. Las gentes no son de ninguna tierra determiná... Así es, amistaíta.

 

PASCUAL.

— Como le parezca; pero a mí se me ocurre que le preúnto otra cosa.

 

COSTINO.

— Agora que me acuerdo, la Clarisa es hermana suya.

 

PASCUAL.

— Sí, hermana mía, ¿y qué?

 

COSTINO.

— Perdóneme entonces. Yo no quisiera meterme con un hermano de ella y me iré. Pero vendré a la fiesta que preparan aunque usté y todos se opongan.

 

PASCUAL.

— Yo lo impediré.

 

COSTINO.

— ¿Con qué? Se cree que yo les tengo mieo a los dijuntos...

 

PASCUAL.

— Váyase, mejor: no s'ensarte,

 

(El costino inicia mutis, mientras habla Pascual entra don Juan De La Cruz Pizarro).

 

JUAN.

— ¿... qué le pasa a ese forastero, por qué se va?

 

PASCUAL.

— Déjelo que se vaya. Con la cara de malo que tiene.

 

JUAN.

— Atajándolo a tiempo, nadie es malo.

 

COSTINO.

— ¿Qué llama malo usté?

 

JUAN.

— Yo no creo que sea malo el lion porque mata gente, ni el güitre porque cace ovejas, ni el hombre porque a veces derrame sangre. Creo qu'es malo el ingrato y el que ensucie lo que es limpio, el que tenga odio y no lo sepa tener...

 

COSTINO.

— Eses pura candinga, eñor. Yo creo que sólo es malo el intruso. Si yo quiero algo y no me dejan lograrlo, los que se pongan en contra serán malos.

 

JUAN.

— Siempre que se merezca lo que se pretende.

 

COSTINO.

— Ya nadie tiene méritos pa na. (Sale Lucrecia de la cocina).

 

JUAN.

— ¡Lucrecia!

 

LUCRECIA.

— ¿Padre?

 

JUAN.

— Sírveles trago a toos. ¿Quiere tomar un trago conmigo, eñor?

 

COSTINO.

— Yo no miro con quién tomo.

 

JUAN.

— Yo tampoco; pero miro mucho al que no me corresponde.

 

PASCUAL.

— No tome con ese hombre, padre.

 

JUGADOR 1.

— ¿Y a usté que le pasa don Pascual? ¿No conoce al barreta aquí?

 

PASCUAL.

— No; pero...

 

JUGADOR.

— ¿Qué anduvo tomando don Pascual?

 

PASCUAL.

— Tomando... Tomando... denle con esa no más... (Lucrecia ha terminado de servir).

 

UNOS.

— ¡Salú!

 

OTROS.

— ¡Salú!

 

(Se oyen voces, es Juliana)

 

JULIANA.

— Lucrecia, niños, vengan a ayudar. (Ellos salen y vuelven enseguida trayendo los paquetes de Juliana. Entran con esta). Eso es, casar una hija toos creen que es muy fácil, pero hay que ver los sudores que cuesta.

 

JUAN.

— Ven a descansar aquí un ratito, Juliana.

 

JULIANA.

— ¿A descansar? Descansaré cuando me muera. Hay mucho que hacer.

 

JUAN.

— Ya ven, pa acá. Si las niñas están sirviendo. ¿No viene nadie más?

 

JULIANA.

— Con estos tenimos de más. Pasen pues, pasen no más. (Entran las cantoras).

 

JUGADOR 2.

— Por Dios que viene buenamoza.

 

JUGADOR 1.

— Venga a sentarse aquí al lado de su perro. (Saludos).

 

JUAN.

— ¿Te acordái de cuando nos comprometimos nosotros?

 

JULIANA.

— Le media fiestecita qu'hizo tu madre.

 

JUAN.

— Es que usté tenía plata, pues mamá.

 

ABUELA.

— No lo creái, era igual que vos: pero me gustaban las buenas fiestas.

 

PANCHO.

— A mí me tocó la sangre de Cristo. ¡Viva el mosto! Me dicen que no tome, y Dios con ser Dios hizo añejo de pura agua... Y el cura toma sus ricos tragos cuando dice la misa... ¿Y que no tome yo? ¡Patilla! (Trata de beber y no puede, pesa mucho el chuico).

 

JULIANA.

— No seái hereje, Pancho ¡Ya. pasa pacá el chuico!

 

PANCHO.

— ¿Ve, abuela, que la cosa va a estar flor?

 

ABUELA.

— Agora, si hay alegría no hay más que pedir... (Risa general).

 

JUAN.

— Bueno, un salú por las cantoral pues. (Toman).

 

ABUELA.

— Miren, ahí vienen.

 

PANCHO.

— ¿Quién viene, abuelita? Yo veo unos puros bultos.

 

ABUELA.

— Es que vos no tenís ojos como los míos. Años de años mirando subir la gente por esa loma me los han adiestraos.

Ahí viene la Clarisa y más atrás el novio.

 

(Alboroto general y gritos de vivan los novios) (Entran Clarisa y Gallego, inquilino acomodado. Vienen a la fiesta del compromiso).

 

CLARISA.

— Abuelita, Mamita, Padre. (Los abraza).

 

GALLEGO.

— Güenas tardes, suegro, ya nos parecía que no llegábamos.

 

JUGADOR 2.

— Apurao viene, apurao viene.

 

JULIANA.

— Siéntese Gallego. Aquí Clarisa, venga a sentarse al lado de su novio, pues.

 

(Costino se queda mirando intensamente a Clarisa).

 

ABUELA.

— ¡Que Dios los bendiga y que la Virgen los guíe por güen camino! Hijita, llegar al estao de dueña e casa tiene muchos cuidaos. Menos mal que tuavía tenís tiempo de arrepentirte.

 

GALLEGO.

— No me Pasté desviando, pues.

 

JUAN.

— Si yo juera un santo y tuviera poder, les quetaría de la vía toas las pesaumbres. Pero ya que no lo pueo, sólo me resta diciarles que llegando al hecho sean valientes pa vivir y que de aquí a que se haga el casamiento se porten bien y procuren conocerse pa que no tengan que reclamar cuando ya no sea tiempo. (Risas).

 

COSTINO.

— Linda pareja, la felicito Clarisa.

 

CLARISA.

(Muy sorprendida) ¿Usté?

 

PASCUAL.

— ¿Lo conocís?

 

CLARISA.

(Confundida) No, Pascual, no...

 

COSTINO.

— Tuavía no me conoce, no me conoce más q'de vista. (Sale).

 

ABUELA.

— Ese hombre parece un bandío. ¿No te fijaste en la manera de mirar, de ponerse el sombrero y hablar?

 

PASCUAL.

— Y es pillo de naipe; baraja "chueco".

 

JUAN.

— ¿Lo conocís vos?

 

CLARISA.

— De vista. Iba al negocio de mi madrina en el pueblo.

 

PASCUAL.

— Es canalino y taúre...

 

CLARISA.

— ¿Quiere que nos vamos pal bajo, pa la casa e mi tía?

 

GALLEGO.

— ¿Y pa qué? N'estás bien en la casa de tu paire...

 

CLARISA.

— Yo quisiera que toos juéramos pal bajo.

 

PASCUAL.

— Querís que arranquemos...

 

GALLEGO.

— ¿Y de qué?

 

PASCUAL.

— Yo digo así, no más. (A Clarisa) ¿Vos conocís mucho al Costino?

 

CLARISA.

— ¡Cómo te le ocurre! Ese hombre iba a gastar allá...

 

PASCUAL.

— ¿No es na... tuyo?

 

CLARISA.

— ¡Bruto!

 

JUAN.

— No será una cosa muy en grande la fiesta, don Gallego, pero no faltará cariño y algún recuerdo pa caa uno. Estoy contento de ver que mis renuevos están bien y que algunos son tan grandes y fuertes como un árbol de la montaña.

 

JULIANA.

— Parece que'stuvierai feliz porque se irá una hija.

 

GALLEGO.

— No se le irá; la seguirá queriendo igual.

 

JUAN.

— Puea ser que usté crea en lo que dice. Pero sólo sabrá lo que esto contiene cuando tenga una hija que se le aleje por cualesquier motivo.

 

CLARISA.

— ¡Padre!

 

JUAN.

— No, si no me voy a negar; ya hei dao mi consentimiento. Yo no me le pongo tieso a la vía. Ya me van a cortar un renuevo... tenía que suceder. Toos se irán, caa uno llevará aliento mío; en caa hijo iré yo mesmo.

 

JULIANA.

— Me cuesta mucho dar a mi'hija mayor.

 

CLARISA.

— Mamita!

 

JUAN.

— Mira, chinita, acércate p'acá. Vos llegaste en la primavera, junta con las flores. El trigo ya'staba floreciendo. Llegaste de mañana, a llora el canto e los pajaritos. Toa la montaña parecía que cantaba. La vieja sufrió mucho. "Es hombre", pensábamos, Pascual dijo...

 

PASCUAL.

— Es chancleta.

 

PANCHO.

— Pascual propuso echarla al raudal verde, pa que se la comiera el triuque hueicú.

 

JULIANA.

— ¡Tonta! ¡Cómo se te ocurre! A vos te mandó Dios, y como un presente d'Él te acogimos.

 

JUAN.

— Y empezaste a crecer, y poco a poco, toos iban siendo tus siervientes. Vos erai un rayo de sol, como un sorbo de agua, como una esperanza.

 

CLARISA.

— ¡Padre!

 

JUAN.

— Te queríamos tanto que no se nos pudo ocurrir que vos llegaras a querer más que a nosotros a un hombre que encontraras por ahí...

 

PASCUAL.

— Cambió cuando fué al Pueblo y vivió allí con mi madrina.

 

JULIANA.

— La verdá es esa. De allí golvió descariñá y nos va a dejar.

 

GALLEGO.

— Pero, señora.

 

JUAN.

— Perdónela, don Gallego, a la pobre vieja. Agora se puee consolar porque le quea la Lucrecia; pero cuando esta se le vaya... entonce la voy a ver yo.

 

LUCRECIA.

— A lo mejor no me voy nunca, pues taita.

 

ABUELA.

— Ya saldrá uno que se la lleve también, es la ley de la vida. (Risas).

 

JUAN.

— Bueno, a no hablar de cosas tristes. ¡Venga un trago pa toos y cántense una cancioncita pa empezar, pues! (Todos se alegran. Canción: "El volantín" Al final de la canción todos aplauden. Juan echa de menos a Mauro). ¿Y dónde está Mauro que no lo veo?

 

ABUELA.

— Por allá adentro, andaba, en no se qué trajines...

 

JUAN.

— Ese es el único que me salió güeno pa'l Pueblo, pues don Gallego.

 

JULIANA.

— Pero si no le gusta el campo, déjenlo que haga su voluntad.

 

ABUELA.

— Claro, como lo tiene tan fundío al chiquillo.

GALLEGO.

— Pero que se deje de tanta lesera y se venga a tornar un trago con nosotros.

 

JUAN.

(Llama) Mauro, Mauro.

 

JULIANA.

— Mauro, dónde se había metío, m'hijo. (Aparece Mauro)

 

Mauro.

— Allá adentro. (Pausa)

 

JUAN.

— No querís celebrar a tu hermana.

 

MAURO.

— Bueno, taita.

 

CLARISA.

— Este tiene algo, taita. Hace días que lo veo, callao...

 

MAURO.

— Tai hablando demás, Clarisa.

 

JULIANA.

— Te pasa algo, hijo.

 

MAURO.

— Na.

 

JUAN.

— A vos te pasa algo, Mauro. ¿Qué es?

 

MAURO.

— Mañana se lo digo, mejor. Tengo que hablar con usté.

 

JUAN.

(Mirándolo escrutadoramente) ¿Y por qué mañana? Ahora mesmo.

 

MAURO.

— Yo... me queisiera ir pa Curicó. Dicen que allí se ganan muchos billetes. Y yo quisiera que... güeno, quisiera vender lo mío...

 

JUAN.

— Te querís ir...

 

MAURO.

— Sí: quiero aventurar... pero es mejor que lo hablemos mañana.

 

JUAN.

— ¡No; agora mesmo; ya lo dije! ¿A ver, quienes de mi familia me quieren dejar? Los que lo deseen ya lo saben: el camino'stá franco. Por allí va cortando la montaña.

 

MAURO.

— Gano poco aquí.

 

JUAN.

— Te falta algo...

 

MAURO.

— No; pero...

 

JUAN.

— Esta cosecha jue güena; tengo mantención pal año. Mañana repartiré la plata que a caa uno le corresponde. La parte mía te la daré a vos, Mauro, pa que no te quejís.

 

PASCUAL.

— No sería justo; que la reparta entre toos.

 

LUCRECIA.

— Que le dé también la parte mía, yo no la necesito pa na.

 

JUAN.

— ¡Pa toos puee alcanzar! La Clarisa no se irá pelá, porque si don Gallego se la lleva así, l'hará su sirvienta. Y Juan de la Cruz Pizarro no quiere tener que meterse a defender a sus hijos cuando salgan de su tutela. Pero esto —entiéndanlo bien—si alguno por cualesquier motivo que no sea grande se funde con lo que le dé, y acorbardao güelve, sólo encontrará en mí el que le proporcione trabajo, es decir, oportuniá.

 

PASCUAL.

— Toos poímos hacer lo que usté; no los hace ni una falta que se nos pase azorochando coi sus consejos. ¡Ya somos hombrecitos, ya!

 

JUAN.

— Lo celebro. Si yo estoy encantao con mis hijos hombres. ¡Si yo no los quiero estorbar! Si le único que quería era que me la ganaran en too.

El día que sean más capaces que yo, me voy a morir de felicidad. Entonces gritaré: ¡Esos hombres son mis hijos, así me gustan!

 

JULIANA.

— Pero Juan, parece que vai a llorar...

 

JUAN.

— De alegría.

 

ABUELA.

— Mis nietos, los chiquillos que crié en horas de tanta alegría, en un día que debía ser de regocijo, le dicen a su padre que es VIEJO. Y a él, a quien le deben too lo que son, le dicen que se la ganan a trabajar y que lo dejarán. Le quieren poner la soga al cuello. ¡Cómo no se la van a ganar! Si son guainas y han aprovechao toas las juerzas y los conocimientos del padre. El los crió, les cantó canciones, les enseñó juego... Me acuerdo como si juera agora cuando subía a la Puntilla con Pascual al apa. ¡Lo llevaba pa que viera de más cerca a Dios! Y cómo les ha enseñao lo que saben... ¡Y agora se la ganan, péguenle, tamién! ¿No hay alguno capaz de pegarle? ¡Péguenle, háganse grandes!

 

PASCUAL.

— ¡Abuela!

 

ABUELA.

— ¡Pídanle perdón a su padre, malos hijos!

 

JUAN.

— ¿Perdón? ¿Por qué? Sinceramente me alegro de lo que son y de que no me necesiten pa vivir.

 

PASCUAL.

— Nosotros...

 

JUAN.

— ¡Na, se acabó!

 

PANCHO.

— Yo, padre, el chichar1a, yo sí que tengo que pedirle perdón. Si usté me diera too lo suyo, y me largara por el mundo, no sabria qué hacer. Si yo soy un inútil que sólo sirve pal campo y pa cantar, cuando los otros tienen pena. Es rúnico que sé. Alegrarlos con mi canto, por eso quiero quedarme aquí, aunque no sea ni trabajaor ni valiente como estos.

 

JUAN.

— Gracias, Pancho, mientras yo trabaje, vos cantarás y too será fácil.

 

PANCHO.

— Le prometo que haré too lo posible pa ayudarlo...

 

JUAN.

— Mis hijos, ya son hombres, pero siempre que me necesiten aquí me hallarán como cuando eran chicos y venían pa que les curara las caídas de los árboles... (Pausa) Ya nos pusimos tristes otra vez. Mañana será otro día y ahora a cantar por la hermana que se irá pronto. Pancho, échale vos el primer relance.

 

PANCHO.

(Cantando) Hermanita de mi vía

que ya te irás d'ste rancho

onde nunca falta el chancho

ni el mosto pa la alegría,

yo muy ingrato sería,

si al despedirte no hiciera

mis votos por que te juera

de peure y de pan caliente

Y sé en la vía valiente

y con tu marío fiera... (Risas y Aplausos)

 

 GALLEGO.

— Muchas gracias por el consejo.

 

JUAN.

— No'sta muy bien; pero cuando no hay más se come de viernes. Y ahora una buena canción, mientras yo voy a buscarle una sorpresa que le tenimos a la Clarisa (Sale).

(Canción) La suerte traidora nos va a separar

y lo que se quiere se muere o se va

gimiendo y llorando al pie de tu ventana

aunque tú tirana, te acuerdes de mí.

 

(Entra el Costino)

 

LUCRECIA.

— ¿Así que volvió, ah?

 

COSTINO.

— Pa bailar con la novia, pues. A ver, que toquen una cueca.

 

CLARISA.

— Yo no quiero bailar con usté.

 

COSTINO.

— Yo no veo la razón y se me ocurre que no tiene ninguna...

 

PASCUAL.

— Y a usté, eñor; le'a dao con venir a fregar la paciencia aquí...

 

COSTINO.

— Mire, mocito, no se meta usté en mis cosas, es consejo de amigo, le diré.

 

JULIANA.

— Y unté, ¿di'ond'es, y que viene hacer aquí?

 

COSTINO.

— Yo soy de toas partes, y vengo a bailar con la novia.

 

GALLEGO.

— Ella va a bailar conmigo.

 

COSTINO.

— ¿Qué va a bailar con un saco e pasto como usté...? Quítese de aquí, eñor... (Lo aparta con violencia) ¡Ya toque la cueca que quiero bailar!

 

PASCUAL.

— ¡Unté se va a ir altiro de aquí! (Lo toma de un brazo y se lo coloca delante) Yo soy mas alentao que'l gallo que acaba de atropellar.

 

COSTINO.

— Peseao e sangre sois vos, pobre ave... ¡Saca tu fierro! ¡No me quiero machucar las manos! (Se disponen a pelear)

 

JULIANA.

— ¡No, por Dios, no!

 

CLARISA.

— No, Miguel, no. (Se abraza del Costino. Todos tratan de interponerse. El costino estrecha a Clarisa y la mira intensamente).

 

COSTINO.

— Si baila no peleo.

 

PASCUAL.

— ¡Ya, eñor! (Lo saca con fuerza) ¡Toos a un lao! ¡Cancha, cancha! (Empiezan a pelear a cuchillo).

 

(Sale don Juan de la Cruz Pizarro)

 

JUAN.

— Muy linda pelea; pero n'sta bien en una fiesta. No les quiero recordar tampoco, que aquí mando yo. Están en mi casa y nadie hará lo que yo no quiera... ¡Ya, a guardar esos fierros! (Obedecen)

 

COSTINO.

— No crea que le tengo mieo...

 

MAURO.

— ¡Qué se vaya este hombre que viene a provocar!

 

JUAN.

(Al costino) ¿Usté quiere irse?

 

COSTINO.

— ¡Qué m'echen!

 

JUAN.

— No le pregunto eso... hablo al hombre, no al perro bravo, ¿quiere quearse a esta celebración? Hei dicho que soy el que manda, y lo llamaré al orden si saca los pies del plato! ¡Agarre a la mano! (Tuercen y gana Juan) También sé manejar el fierro, y conozco el arao...

 

ABUELA.

— Este hombre tiene cara'e bandío...

 

JUAN.

— Y supongamos que lo sea. Debemos tenerlo too el tiempo que no obre como bandío. Mi casa, eñor, es pa toos, corno esos árboles viejos que no preguntan qué clase d'ave es la que busca refugio en sus ramas. ¿Se quea, amigo?

 

COSTINO.

— Me queo, iñor.

 

JUAN.

— ¿Y se portará bien, amigo?

 

COSTINO.

— Se lo prometo, iñor.

 

JUAN.

— Ta bien, agora puee bailar con la que guste no más, ahora es un amigo. (Ataca la Cueca).

 

(Las dos hermanas están juntas. El Costino se dirige a ellas, Lucrecia espera anhelante, pero el Costino saca a Clarisa)

 

GALLEGO.

— Clarisa...

 

JUAN.

— Déjelo, ahora es un amigo. (Gallego se contiene y baila con Lucrecia)

 

CLARISA.

(Durante el paseo) ¿A qué habís venío, Miguel?

COSTINO.

— Lo sabís muy bien. No me pueo apartar de'onde tú estás...

 

CLARISA.

— Tenís que irte. No te quiero volver a ver...

 

GALLEGO.

— ¿De qué están hablando ustedes? (Al Costino y Clarisa).

 

CLARISA.

— De na, Gallego, de na. (La Cueca sube. Todos bailan).

 

TELÓN

 

 

ACTO SEGUNDO

 

Al abrirse el telón la abuela está junto al brasero tomando mate.

Juan sentado en un banco.

Al año siguiente. En invierno.

 

ABUELA.

(A Juan) ¿Te querís tomar un mate pal frío?

 

JUAN.

— Tome usté no más.

 

ABUELA.

— Ta rico, hasta malicia parece que tuviera.

 

JUAN.

— No quiero tomar na. (Entra Juliana con un Canasto de Ropa) No me siento bien, hace tiempo que me cae mal lo que como.

 

JULIANA.

— Los chiquillos tienen la culpa, ellos lo han amargao too con su ausencia. Ingratos. Así les ha de pasar cuando ellos tengan hijos.

 

JUAN.

— No digái malas palabras. Hacen daño, acércate pa'cá.

 

JULIANA.

— No. Me voy pa la quebrá, tengo que echar a remojar esta ropa.

 

JUAN.

— Quédate aquí un ratito, no te vayái toavía.

 

JULIANA.

— Es que tengo que hacer.

 

JUAN.

— Vení, pa'cá, Juliana, dame en el gusto. (Pausa) ¿No me querís entonces?

 

JULIANA.

— Ya, aquí me tenís.

 

JUAN.

— No tenís pa que desimular conmigo, Juliana. Hemos estao mucho tiempo juntos pa no saber lo que te pasa. Desde que nos encontramos hemos andao por muchos caminos... buscando la vía llegamos aquí arriba, fuimos felices y agora, de repente, parece que too se ha deshecho.

 

JULIANA.

— Porque no están ellos, Juan.

 

JUAN.

— Pero toavía estamos vivos, Juliana. Los hijos vinieron sin que nadie los llamara, se criaron y se fueron. Así es la vía. Nosotros queamos solos, espero siempre uníos.

 

ABUELA.

— Juliana, despeja esa cara... ¿Creís que Dios se murió? ¿Que Juan no podrá trabajar por vos... que no podremos volver a ser felices?

 

JULIANA.

— Es que faltan ellos, abuela. Acuérdate Juan que les dimos too, que les enseñamos hablar, que los hicimos hombres... ¿ónde estarán? ¿Comerán? ¿Estarán sanos? Oh, Juan, tengo mieo por mis hijos. Y caa dia me acerco más a la sepultura.

 

ABUELA.

— Es que vos soi porfiada, pues Juliana. Pa qué te compró éste esos remedios y el jarabe de yerbas. Te lo pasái tosiendo, pero es por culpa tuya no más.

 

JULIANA.

— No abuela, si son como unas manos que me llevan pa'ebajo'e la tierra.

 

ABUELA.

— Vos eres joven Juliana y tenís que defenderte. Mírame a mí, derecha como un coligüe y a mis años. Así tenís que ser vos y no pasarte llorando por esos que no lo merecen.

 

JUAN.

— Ta güeno mamá, no hablemos más.

 

JULIANA.

— Ellos son mi vía, mi corazón y sin corazón no se puee vivir.

 

JUAN.

— Ánimo, Juliana, ya luego vendrá la primavera y quizás...

 

JULIANA.

— Quizá por lo menos uno vuelva. (Inicia mutis)

 

ABUELA.

— Vente a tomar un mate niña, está de lo más rico.

 

JULIANA.

— Voy a ver si pueo lavar luego esta ropa. Con lo que cuesta que se seque con esta ñebla. (Sale).

 

JUAN.

— No podrá resistir, se nos irá muy luego.

 

ABUELA.

— Tenís que hacerle mucho cariño, Juan y obligarla a cuidarse y si el cariño no la hace recobrar el gusto por la vía no hay na que hacer. (Sale).

 

(Juan queda solo. Aparece Costino).

 

COSTINO.

— Buenos días don Juan.

 

JUAN.

— ¿Qué vientos lo trajo paca, amigo Costino?

 

COSTINO.

— Cuando me acuerdo de usté, corto pa su casa. Pero ahora vengo de pasaíta no más.

 

JUAN.

— Le agradezco, amigo. Ya me'stoy poniendo viejo y me gusta que se acuerden de mí.

 

COSTINO.

— ¿No ha sabío de los guainas?

 

JUAN.

— Pascual trabajando en una hacienda por aquí al lao... de Mauro no hei sabío na.

 

COSTINO.

— Fíjese lo que son las cosas del mundo. Figúrese que por haberme acordao de usté, le acabo de perdonar la vía a un jote. Me pilló enrabiao por esa pallasá que me ha pasao con la mina. Se perdió la veta; la plata se me volvió tosca pura. Parece que la montaña se negará a hacer amistá con los hombres que vienen de la mar...

 

JUAN.

— Pasa así. Las minas son como las mujeres. Pero la montaña es güena amiga.

Lucrecia aparece.

 

LUCRECIA.

— Taita, se acaban de salir los chanchos. Hay que cotar un poco e mora pa tapar el hoyo.

 

JUAN.

— ¿Y Pancho?

 

LUCRECIA.

— ¿Que no ve que anda en Testación ejando los sacos?

 

JUAN.

— Esos chanchos siempre estropéndolo too. Ya voy, hasta luego, pues.

COSTINO.

— Hasta otro día. (Se produce un silencio, luego, Lucrecia se decide a hablar).

 

LUCRECIA.

— ¡Tanto tiempo que no venía!

 

COSTINO.

— No había podido. ¿Y a ti como te va, chiquilla?

 

LUCRECIA.

— Así, así, no más. Por qué no se quea a almorzar, tenimos cazuela...

 

COSTINO.

— No pueo, m'hijita, me están esperando pal trabajo a mí también. (Pausa)

 

LUCRECIA.

— ¿Y ese caballo tan bonito, es suyo?

 

COSTINO.

— Me lo emprestaron, el mío anda con una mano mala...

 

LUCRECIA.

(Después de una pausa) ¿Listé cree que irá a llover de nuevo?

 

COSTINO.

— No lo sé...

 

LUCRECIA.

— Esta lluvia no es na güena pa las chacras, dice mi taita...

 

COSTINO.

— Así será, yo de esas cosas entiendo poco. (Pausa).

 

LUCRECIA.

(Al ver que él inicia el movimiento de salida). Oiga, Miguel, ¿cómo es el mar?

 

COSTINO.

— ¿No lo ha visto nunca?

 

LUCRECIA.

— No, pues.

 

Costino.

— Otro día, te cuento.

 

LUCRECIA.

— No, no, quédese otro momentito. Voy a traerle un trago y me cuenta, ¿ya?... (Antes que le conteste sale corriendo. El Costino la sigue con la vista, y se ríe).

 

COSTINO.

— Güeno la chiquilla preguntona... (Aparece Clarisa).

 

CLARISA.

(Coqueta) Dichosos los ojos que lo ven. Qué se vino por estos lados de nuevo?

 

COSTINO.

— ¿Y por qué me había de venir?

 

CLARISA.

— Pa güeno.

 

COSTINO.

— Esta es una tierra de mujeres ingratas que no tienen sentío pa elegir hombre.

 

CLARISA.

— Caa una tiene derecho a buscar su acomoo.

 

COSTINO.

— Acomoo. Miren, no. ¿Qué no sabís que te quiero? Bien, te lo dije antes de casarte, ¿pa qué lo fuiste a hacer?

 

CLARISA.

— Tú teníai mala fama.

 

COSTINO.

— ¿Y pa qué casaste con ese que no querís? Porque me querís a mí, Clarisa, lo sabís muy bien, pa qué me lo negái.

 

CLARISA.

— Quizás cuantas mujeres tiene usté, pus.

 

COSTINO.

— Ninguna que se puea comparar. Por ti dejaría a cualquiera. Por ti que me la jugaste. Pero algún día se me va a acabar la paciencia, y ya vai a ver. ¿Ah, te sonríes? porque te dai cuanta de que te quiero y que sufro.

 

CLARISA.

— Cómo puede creer que yo me estoy riendo de usté.

 

COSTINO.

— ¿Me aborrecís?

 

CLARISA.

— No.

 

COSTINO.

— ¿Me querís, entonces?

CLARISA.

— No sé.

 

COSTINO.

— Si lo sabís, mentirosa, lo sabís. Y si en este momento yo te besara no podríai separarte más de mí, te iríai conmigo pa la montaña, solos los dos...

 

CLARISA.

— Cállese, me da miedo.

 

COSTINO.

— ¿De qué?

 

CLARISA.

— ¡Soy casá Miguel, no pueo, por la Virgen, déjeme!

 

COSTINO.

— Ahora me tengo que ir, pero ya vendré, Clarisa, ya vendré, aúnque pasen los años... (Sale).

 

(Entra Lucrecia que trae un vaso en la mano)

 

LUCRECIA.

(Muy alegre) Aquí le traigo un trago. (Mira a su alrededor y se da cuenta de que el Costino se ha ido) ¿Por qué... se fue...?

 

CLARISA.

— ¿A quién buscabai vos?

 

LUCRECIA.

— Al Costino.

 

CLARISA.

— ¿Y pa qué lo querís?

 

LUCRECIA.

— Pa'na.

 

CLARISA.

— ¿Y entonces?

 

LUCRECIA.

— Tuvimos conversando y... ¿Qué simpático es no?

 

CLARISA.

— ¿Qué tenís vos que ver con él?

 

LUCRECIA.

— ¿Yo?

 

CLARISA.

— Sí, tú.

 

LUCRECIA.

— ¿Y si yo lo quisiera?

 

CLARISA.

— ¿Creís que se va a fijar en vos?

 

(Lucrecia sale. Clarisa inicia mutis y se encuentra con Gallego que entra).

 

GALLEGO.

— ¿Qué estái haciendo aquí? No me dijiste que ibai pa onde tu mairina?

 

CLARISA.

— Así es que yo no tengo derecho a venir a la cas'e mi paire ahora!

 

GALLEGO.

— ¿Viniste a ver a tu padre o a ese que acaba de irse?

 

CLARISA.

— ¿Y si así fuera? (Gallego intenta pegarle. Ella grita. Entra Juan)

 

JUAN.

— ¿Y a vos, qué te pasa...?

 

CLARISA.

— Padre... Gallego me pegó.

 

JUAN.

— ¿Qué?

 

CLARISA.

—… casi me pegó. No quiere que vaya a ver a mi madrina ni que me ponga mi vestío nuevo... Me lo compró pa que lo mirara. Me hace trabajar como un pion... y se lo pasa diciendo que soy una inútil.

 

GALLEGO.

— Y no decís na que por irte pa-onde tu famosa mairina dejaste la casa sola y robaron.

 

CLARISA.

— Mentira padre. Me hace trabajar como un pion y se lo pasa diciendo que soy una inútil.

 

GALLEGO.

— ¿Y no te descuidaste con la puerta del huerto y las cabras dentraron y hicieron la de San Bardo?

 

CLARISA.

— Yo no soy pion pa andar cuidando huertos. Yo aquí no trabajaba en tal extremo.

 

GALLEGO.

— No hace na, suegro. Tiene de too y quiere comprar de cuanto inquetud ve.

 

CLARISA.

— ¿Y con qué voy a comprar si no me dai pa na? De puro celoso. Tiene celos hasta de los ternos de la quebrá y me quiere andar trayendo prendía a las pretinas de los pantalones.

 

GALLEGO.

— Pa qué te vai a limpiar la chacra con el vestío nuevo, por Dios suegro. Usté no puee saber coo es la peuca. Y toavía se chacotea hasta con los gatos.

 

CLARISA.

—... por eso toos se ríen de vos. Se cree que todos andan a la siga mía. Nadie se puee reír ni hablar...

 

GALLEGO.

— Vos soy una ocasionaor. Si no le hicierai fiesta a too el mundo, na pasaría. Pero como te ven así... toos te hablan...

 

CLARISA.

— ¿Te querías casar con una mujer o con una piedra? Si no querís que me miren, métieme en una viriera e'palo...

 

JUAN.

— Hasta el respeto han perdío ustees. S'ta curioso. De moo que se casaron pa peliar... Bastante tiempo tuvo Gallego pa conocer a mi chiquilla. Y yo le dije muy clarito: "Esta muchacha es alegre, y si la violenta de cualquier moo se van a poner mal". Ella se crió como l'espuma y es muy niña pa que sepa lo que son los negocios. Usté tiene que guiarla con cariño; no es patrón de mi chicuela usté.

 

GALLEGO.

— ¿Y a qué va onde su madrina...?

 

CLARISA.

— ¿Sabe que me gusta? Voy porque la quiero mucho y ella también me quiere. Voy pa aliviar las penas... Al lao tuyo me van a salir canas antes de los veinticinco año...

 

GALLEGO.

— ¡Yo no quiero que vaya!

 

CLARISA.

— Pero yo voy y voy y voy no más.

 

GALLEGO.

— Miren la maravilla, altiro dijo que sí...

 

JUAN.

— Debís de obedecerle a tu marío; atenderlo en lo que podái. Tienen que soportarse mutuamente los pecaos... Váyase y arreglense. No quiero intervenir en estas cosas que me dan vergüenza. Parece mentira que no sepan vivir y que no hagan na por aprender.

 

GALLEGO.

— Vamos, Clarisa pa la casa, hay mucho que hacer. Yo no creo que vos seái mala; pero me da rabia que me hagái burla.

 

JUAN.

— Si usté no logra entenderse con su mujer, no extrañe lo que le pues pasar. El matrimonio es la gloria cuando hay franqueza y el marío sabe ser hombre.

 

CLARISA.

— ¡Si me sigue tratando como a una china, me voy a ir bien lejos, y va a ser pa siempre!

 

GALLEGO.

— Suegro... me da... vaya, casi no me animo a decirle cual es la maldá más grande que ha cometío esta. Fíjese que la Peta, la mujer del Costino anda diciendo por toas partes que la Clarisa es garrero de su marío... ¿entiende? Y a mí no me extrañaría, dicen que eran amigos antes que esta se casara conmigo.

 

CLARISA.

— ¡Padre! Usté lo está oyendo... así es este infeliz, así...Ya ve lo que dice delante de usté. Ya lo oye. Y así quiere que yo me vuelva a vivir con él... ¡Nunca más, señor, nunca más!

 

JUAN.

— Clarisa, dime la verdá, no engañís a tu padre. Si habís pecao me tenís a tu lao pa perdonarte y si no habís hecho na, pa defenderte.

 

CLARISA.

— Conocí a ese hombre onde mi madrina, me habló de amor antes que Gallego; pero tuve mieo y me casé con este, esa es la verdá. Lo juro por mi agüelita que es una santa.

 

JUAN.

—Clarisa, yo te creo... Ahora, ándate con tu marío, obedécele, conténtalo. Y si no cambia cuando vos seái humilde con él, te venís pa onde tu viejo.

 

CLARISA.

— Este hombre, padre, parece que pa llevarme por la vía ha escogío los piores caminos. ¡Parece que dende que me casé'stoy metía en un pantano del que no voy a salir jamás! No sé qué va a ser de mí...

 

GALLEGO.

— Clarisa...

 

JUAN.

— Ándate, Clarisa... ándate con tu marío.

 

CLARISA.

— Me iré porque mi padre me lo pide...

 

(Salen. Hay una pausa. Luego se asoma Pancho y le hace señas a alguien que se acerque. Entra Pascual).

 

PANCHO.

— ¡Déjalo amarrao ahí no más, oh! Taita mire quien viene.

 

PASCUAL.

— Güenos días, padre.

 

JUAN.

— Bien venío a mi casa, hijo. ¿Estái trabajando bien?

 

PASCUAL.

— Con el favor de Dios, no me pueo quejar. (Pausa) ¿Tuavía'ta enojao conmigo, padre?

 

JUAN.

— Yo nunca hei tao enojao con vos. ¿Por qué, pues?

 

PASCUAL.

— Porque me jui.

 

JUAN.

— Erai muy dueño.

 

PASCUAL.

— ¿Pero no se perjudicó?

 

JUAN.

— ¿Yo? No... Cuando tenía aspiraciones a sembrar harto y ganar plata era cuando los tenía a ustees. Agora, con un plato e porotos, un jarro de agua y un poco'e sol, tengo de más.

 

PASCUAL.

— Yo venía ofrecerme pa sembrarle... Es decir le sembrarían mis piores... tengo varios. Y deseo arreglar hoy mermo este asunto porque no quiero perder el tren que sale mañana temprano... Usté sabe que el viaje a Testación agarra cuero.

 

JUAN.

— Te agradezco mucho tu oferta, Pascual, pero... me está sembrando Pancho... Y yo tamién sé sembrar, no te apurís.

PANCHO.

— Si no hacís falta, ñato. Asómate a ver la puntilla,'sta reará. Por este pollito. Si onde hay uno hay otro, ñato... (Se va)

 

PASCUAL.

— Parece que toavía estuviera enojao, paire.

 

JUAN.

— No; rencor no hei tenido jamás por naide. Claro que yo me había acostumbrao a creerme algo... A creerme el padre, el consejero de mis hijos. Pero me equivoqué. Creí que lo que tenía era mío; pero lo habían ganao ustees... era de ustees... Y too se los entregué. Nadie hay más pobre que yo en la monta-ña; soy pobre pero sin rencores. Y pa qué quiero plata cuando tengo a mi madre... Pa qué qiero hijos que nos son míos, si tengo el recuerdo de cuando lo fueron. De cuando eran chicos y se debían a mí. ¡Entonces, eran míos, míos!

 

PASCUAL.

— ¡Padre!

 

JUAN.

— Pero tenían que desgajarse del árbol y seguir sus destinos... ir a lo desconocido, perderse...

 

PASCUAL.

— No me voy a ir sin que me perdone.

 

JUAN.

— No tengo na que perdonarte; sólo te deseo que seái feliz.

 

PASCUAL.

— ¿Quiere que le deje un poco de plata? Tengo algo... aquí.

 

JUAN.

— A vos te hace más falta. Yo no tengo necesiá de na. Yo debí de enriquecerlos a ustedes que vinieron al mundo sin pedirlo. ¡Yo tengo que responder ante Dios de too lo que sufran, de too lo que les pasa!

 

PASCUAL.

— ¿Pero usté es un hombre o un Santo?

 

JUAN.

— Soy tu padre... (Llega Juliana)

 

JULIANA.

— ¡Pascual, Pascual, al fin me viniste a ver! (Y lo acaricia infinitamente como sólo saben hacerlo las madres)

 

PASCUAL.

— Mamita...

JULIANA.

— Agora comerís aquí con nosotros y te irís mañana. (Pausa) ¿Y Mauro?

 

PASCUAL.

— Se fué al Norte... hace tiempo ya.

 

JULIANA.

— Tanto menos que t'hei echao, Pascual. Pero se me ocurría que estabas aquí, que andabai en el pueblo y que a la tarde volveríai. Se me han puesto largo los ojos de tanto mirar el camino por onde tendríai que llegar. Y agora... qué contenta estoy. Perdóname. (Pausa) ¿Comerás con nosotros? ¿Pasarás una tarde con tu madre? Tenemos cazuela de chuchoca como a vos te gustaba... parecía que te estaba esperando...

 

PASCUAL.

— Siento mucho no poer quedarme; pero me es imposible; tengo que alcanzar el tren.

 

JULIANA.

(Sin comprender plenamente) ¿El tren... tenís que alcanzar el tren?

 

JUAN.

— Déjalo, él conoce sus obligaciones.

 

PASCUAL.

— Vendré a verla, madre.

 

JULIANA.

— ¿Pero es cierto que te vai?

 

PASCUAL.

— Sí, madre, es necesario.

 

JULIANA.

— ¿Lo oís, Juan? Es necesario que se vaya... ¿Lo ves que se va, que deja a su madre que lo quiere tanto? ¿Es cierto que se va?... ¿Que no es capaz de pasar un día con su madre?

 

PASCUAL.

— Me quearé aunque...

 

JUAN.

— No hagai cao, ándate. Ya sabis que esta vieja ha sío siempre así.

 

PASCUAL.

(Resolviéndose de pronto) Hasta otro día. Les escribiré.

 

JULIANA.

(Viéndolo alejarse) ¡Pascual! ¡Pascual! ¡Pascual! (Va hacia la puerta con los brazos abiertos y cae; pero ningún hijo oyó cuando la vida de su madre se derramaba).

 

JUAN.

— Mi pobre vieja... Tuavía no ha aprendío a ser madre... ¡si rúnico que te quea soy yo! No querís darte cuenta que los polluelos crecieron.

 

JULIANA.

— Juan, se fue.

 

JUAN.

— Se fue... pero te queo yo... que no me iré. (La abraza y la besa muy conmovido. La abuela observa sin despegar los labios. Parece que sintetizara la resignación y la santidad)

 

JULIANA.

— No lo voy a ver nunca más... no lo voy a ver nunca más.

 

 

TELÓN

 

 

ACTO TERCERO

 

(Unos años después. En escena Lucrecia limpiando porotos y Pancho desgranando maíz).

 

PANCHO.

— ¿Qué te pasa, hermana?

 

LUCRECIA.

— Na, Pancho. Tengo... tengo algo que no lo entiendo... Stoy aburrida aquí.

 

PANCHO.

— Hace tiempo que te noto triste.

 

LUCRECIA.

— ¿A vos te parece que la vía de la mujer ha de ser como la que hei pasao yo? ¿Sola, aquí arriba, sin un cariño, sin una diversión, sin consuelo?

 

PANCHO.

— Vos debiste haberte casao. Te hallo mejor y más buena que la Clarisa.

 

LUCRECIA.

— Ya vez, a ésa se la pelean los hambres.

 

PANCHO.

— Vos la aborrecís...

LUCRECIA.

— No. Yo la compaezco... Es tan bruto el tal Gallego...

 

PANCHO.

— La vía es triste pa toos. Yo, agora que sé trabajar y manijo plata me siento más aburrío... Vos no podís darte cuenta.

Antes yo era gracioso y cantaba, ¿te acordái?

 

LUCRECIA.

— Y mi abuelita, te llamaba el Chicharra.

 

PANCHO.

— Así era pues, ¡pobre abuelita! parece mentira que ya van pa los tres años que se nos fue...

 

LUCRECIA.

— Derechita, hasta el último momento, como un coligüe, como ella decía...

 

PANCHO.

— La verdad es que el tiempo trae mucho cansancio.

 

LUCRECIA.

— Yo todavía soy joven; per nunca hai podío hacer na... Cuando veo algo que me gusta lo quisiera decir; pero las palabras no me salen. Y como me da mucha vergüenza y ganas de llorar arranco de la gente.

 

PANCHO.

(Yendo a votar las corontas) ¿Y mi taita?

 

LUCRECIA.

— Anda buscando flores pa tenerle a mi mamita.

 

PANCHO.

— Pocas va a encontrar. (Pausa) Y tampoco creo que a ella la alegren mucho, cuando fui a verla al hospital y le llevé una gallinita recién cocía, apenas sí la probó...

 

LUCRECIA.

— Será un milagro si se mejora...

 

PANCHO.

— Es una enfermeá que no perdona. Así me ijo el doctor. (Pausa) Pero de toos moos es mejor que vuelva pa'ca, pa su casa y pase los últimos días con nosotros...

 

LUCRECIA.

— Y mi taita que se hace tantas ilusiones de que va a volver buena y sana.

 

PANCHO.

— Mejor no ecirle na. (Pausa).

LUCRECIA.

— Fíjate que me dijo que anoche se lo pasó hablando con mi mamita. Se acababa de callar mi padre, cuando comenzó ese huracán terrible. Parecia que la casa s'iba a elevar y que iríamos a dar quién sabe aónde.

 

LUCRECIA.

— Yo me puse a rezar. Mi taita prendió la vela y se sentó en la cama. Retumbaba el viento; parecía que caían piedras del cielo y que las quebrás eran toros bravos. Del medio del viento salían los aullíos de los liones y de los zorros. De reente sentimos un estruendo que casi nos volvió locos. Y entonces fue cuando vino el temblor.

 

PANCHO.

— Yo creí que'ra terremoto.

 

LUCRECIA.

— Mi taita dijo en una forma tan... como te dijera... así como el cura dice en las "tres horas": Too se ha consumao... dijo: "Cayó; era muy viejo ya", le pregunté. "El roble guacho", respondió. Y se queó pensativo. Luego pasó el viento y me volví pa mi pieza.

 

PANCHO.

— Agora da gusto el sol; pero too es una ruina...

 

LUCRECIA.

— ¿Y la Clarisa no ha venío?

 

PANCHO.

— Me parece raro. (Pausa) ¿Sabís una cosa, te acordái que el Gallego siempre tenía celos? Bueno, a lo mejor tenía razón...

 

LUCRECIA.

— ¿Qué querís decir?

 

PANCHO.

— Yo dijera que la vía ayer con el Costino en los renovales de hualli.      `

 

LUCRECIA.

— ¿Con el Costino? ¿Qué anda por aquí el Costino?

 

PANCHO.

— A mí me le pareció, yo venía de acaballo y ellos... si ellos eran... se escondieron y los perdí de vista.

 

LUCRECIA.

— ¿La Clarisa con el Costino? (Pausa) Pero si... yo...

 

PANCHO.

— ¿Vos, qué?

 

LUCRECIA.

— Él y yo... bueno, te acordái cuando estuvo tan enfermo. Yo lo atendí, el pasaba conmigo, vos lo viste...

 

PANCHO.

— Pero también estaba siempre aquí la Clarisa.

 

LUCRECIA.

— Tenís razón, ahora que me acuerdo... ¡Y yo, que le acabo de terminar esta chalina! Es un regalo pa él.

 

PANCHO.

— ¿Que lo estái esperando?

 

LUCRECIA.

— Claro, ya debía haber llegan... Pancho, cuando llegue, vos te vai, tengo que preguntarle... tengo que saber...

 

PANCHO.

— Ándate con cuidado, Lucrecia. A los hombres no le gustan las mujeres que se manifiestan mucho. (Entra el Costino).

Reciéncito nos estábamos acordando de usté amío Costino.

 

COSTINO.

— ¿Pa bien o pa mal?

 

PANCHO.

— Pa bien, pues. (Pausa) Chitas el remolino de hojas, parece que agora sí que se nos viene encima el invierno...

 

COSTINO.

— Así parece, por eso ando por aquí comprando comistrajos antes que comience el frío...

 

PANCHO.

— Porotos le poemos convidar unos poquitos si quiere.

 

COSTINO.

— Bueno sería. Muchas gracias.

 

PANCHO.

— Convíale unos poquitos de los rolaos, Lucrecia. (Ella toma el saco del Costino y sale). ¿Tuavía: tiene la mina?

 

COSTINO.

— Tuavía, las minas son más agarraoras que las mujeres... (Pancho se ríe).

 

PANCHO.

— Bueno, yo me voy a trabajar, lo dejo en su casa, pues.

 

COSTINO.

— ¿Y en qué anda hoy? (Pancho toma un hacha) ¿Qué vas a matar a alguien con esa hacha?

 

PANCHO.

— No, iñor. Si es pa labar por encía el roble guacho. No ve que anoche cayó atravesando la quebrá y puede quedar un puente de primera. Hasta baranda le voy a poner.

 

COSTINO.

— Bueno va a estar, pues. (Sale Pancho. Hay una pausa).

 

LUCRECIA.

— Aquí tiene los porotos, Miguel.

 

COSTINO.

— Gracias chiquilla.

 

LUCRECIA.

— Miguel, mire, ya le tengo lista la chalina...

 

COSTINO.

— Buenas manos, tenís, chiquilla. Te lo agradezco. En la mina me va a servir harto pal invierno, allá las noches son de hielo... (Pausa larga. Ella lo mira ansiosamente).

 

LUCRECIA.

— ¿Y usté no tiene na que decirme?

 

COSTINO.

— ¿Qué querís que te diga?

 

LUCRECIA.

— Es que yo sé que rn'i,taitita sería gustoso...

 

COSTINO.

— ¿Gustoso de qué?

 

LUCRECIA.

— ¿Entonces, ya no se acuerda?

 

COSTINO.

— Pero, chiquilla, por Dios, eso... vaya...

 

LUCRECIA.

— Entonces, ¿no era cierto? Bien me decían que los hombres que vienen del mar a la montaña son así.

 

COSTINO.

— ¿Pero de qué me hablái?

 

LUCRECIA.

— ¿Por qué se hace el leso? ¿Qué fué lo que me dijo cuando estuvo enfermo aquí en la casa la vez pasá?

 

COSTINO.

— Que te quería.

 

LUCRECIA.

— ¿Y... no era cierto?

 

COSTINO.

— Sí, te tomé cariño, te estoy agradecido, pero tú...

 

LUCRECIA.

— ¡Yo nunca hei sabio decir las cosas!

 

COSTINO.

— ¡Lucrecia tenís que comprender! No me pueo casar con vos.

 

LUCRECIA.

— ¿Por qué? Lo quiero saber, ¿por qué?

 

COSTINO.

— Porque yo necesito una mujer pa llevármela pa las minas, pa los riscos, pa la mar... Una mujer que paezca conmigo, que se muera conmigo.

 

LUCRECIA.

— Yo quiero morirme con vos y... por vos...

 

COSTINO.

— Pero vos no te podís casar conmigo mientras viva tu taita. No podís dejarlo. ¿Quién lo va a cuidar?

 

LUCRECIA.

— Es que yo también tengo derecho.

 

COSTINO.

— ¿Lo dejaríai solo?

 

LUCRECIA.

— Es verdad... No pueo dejarlo. (Apoya la cara en las manos y llora con hondo desconsuelo) ¡No pueo dejarlo! Pero cuando él falte, si estamos vivos, vendrís por mí, no me deja¬rís sola, ¿verdá?

 

COSTINO.

— Vendré, Lucrecia, lo menos que pueo hacer es quearme contigo, por él y por mí.

 

LUCRECIA.

— ¡Júrame que vendrís!

 

COSTINO.

— Lo juro!

 

LUCRECIA.

— ¿Por las ánimas?

 

COSTINO.

— ¡Por las ánimas!

 

LUCRECIA.

— Si no cumplís te prometo no salir del purgatorio sin' llevarte a vos.

 

COSTINO.

— Anda a lavarte la cara y a buscar un pañuelo. (Ella sale) (Aparece Clarisa)

 

CLARISA.

— ¿Por qué no me esperaste?

 

COSTINO.

— ¡No fui! Tenía que venir pa'cá y toavía me quea que ir pal bajo.

 

CLARISA.

— ¿Y que tenís que venir hacer aquí?

 

COSTINO.

— Yo sabré.

 

CLARISA.

— Ahora tendrís que llevarme, Miguel. Me voy a ir contigo pa siempre. Ya me resolví. Dejaré al Gallego porque no pueo más. Me hace daño hasta tocarlo. Yo no debí casarme con él. ¿Pero, qué te pasa, por qué te callái?

 

COSTINO.

— Es que...

 

CLARISA.

— Es que no me querís, que no era cierto lo que me dijiste ayer y los demás días, desde hace años...

 

COSTINO.

— Clarisa...

 

CLARISA.

— Me dijiste, vengo a llevarte a la montaña donde nadie más que yo te mire y te bese. Yo te pedí compasión. Les temía al pecao y al infierno. Pero agora no, quiero condenarme con vos, morirme con vos. Me aferraré a vos y que me arranquen de tu lao.

 

COSTINO.

— Clarisa, es que yo.

 

CLARISA.

— ¿Era mentira? Si yo sólo te hei querío a vos. Por qué no me robaste el día de mi casamiento.

 

COSTINO.

— Tenís que comprender...

 

CLARISA.

— No me pidái que comprenda na. Lo único que pueo hacer es estar contigo. (Lo besa)

 

(Aparece Lucrecia)

 

LUCRECIA.

— ¡Clarisa!

 

CLARISA.

— ¡VOS! (Se suelta)

 

LUCRECIA.

— ¿Te habís olvidao que sois casá y de que tenis tus hijos?

 

CLARISA.

— ¡A vos no t'importa ná; yo hago lo que quiero!

 

LUCRECIA.

— ¡Tus hijos!

 

CLARISA.

— Si los querís tanto, déjalos pa vos, y al... infeliz del Gallego también te lo doy.

 

LUCRECIA.

— Clarisa, escúchame, primero. Ese hombre que vos teníai abrazao es mi novio. Se casará conmigo, ¿lo entendís?

 

CLARISA.

— ¡Mentira! Me quiere a mí. A vos te ha hecho de lástima esa promesa. Me quiere a mí; a buscarme viene. (Se le aferra de nuevo)

 

LUCRECIA.

— Eso yo no lo permitiré nunca! (La toma y la separa violentamente) Que él escoja; Miguel... (El no contesta) ¡Cobarde! No se anima a decir lo que siente. Pero yo lo quiero tanto que soy capaz de dejarlo irse con la Clarisa pa darle gusto... ¿Qué no haría yo por él?

 

COSTINO.

— Lucrecia, lo jurao no fue en falso.

 

LUCRECIA.

— ¡Miguel! (Lo abraza) ¡Miguel!

 

COSTINO.

— Tenís que comprender, Clarisa. (A Lucrecia) Volveré otro rato, antes de subir pa la mina. (Sale, Clarisa rompe a llorar)

CLARISA.

(Gritándole al Costino que se va) ¡Tendrís que responder de mi vía! (Inicia el mutis corriendo hacia la casa y se enfrenta con Juan que viene saliendo).

 

JUAN.

(A Lucrecia) ¿Qué le pasa a ésta?

 

LUCRECIA.

— Yo no sé.

 

CLARISA.

— ¡No lo sabís, perra! Por causa d'esta mujer seré desgraciá toa la vía. ¡Yo m'iba a morir pa arriba: ya no le hago falta a nadie!

 

JUAN.

— ¿Pero de qué stan hablando ustees?

 

LUCRECIA.

— Del Costino, paire. Esta se quería ir con él.

 

JUAN.

— Y tus hijos, Clarisa, y tu marlo.

 

CLARISA.

— Es que no pueo vivir más con ese hombre paire, le tengo asco. Usté no sabe, no puee imaginarse como paeco con él, es que ya no pueo verlo.

 

JUAN.

— ¿Y por eso te ibai a ir con el Costino?, ¿por él despreciái a tu familia?, ¿pero es cierto eso?

 

(Entra Gallego)

 

LUCRECIA.

— No es cierto, paire. El Costino se casará conmigo. Va a venir a peírme.

 

CLARISA.

— Se casará con ella. No es na mío, no me quiere.

 

GALLEGO.

— ¿Por qué estái llorando?

 

CLARISA.

— Lloro por mí, porque estoy sola y porque no podré querer a nadie nunca, porque too lo desprecié cuando fue tiempo.

 

GALLEGO.

— ¿Y por qué te casaste conmigo?

 

CLARISA.

— No sé, no sé, de tonta, de lástima.

 

GALLEGO.

— Ahí tiene, suegro. Esta ha dejao hasta sus hijos por correr detrás de un hombre.

 

CLARISA.

— No es cierto.

 

GALLEGO.

— Lo acabái de hacer.

 

JUAN.

— Ustees me dan asco. Es un dolor como el que produce la quemaúra de la orina del chingue el que me da cuando me mezclan en estas cosas. Yo no los obligué a casarse. Lo hicieron porque les dio la gana. Si no han sío capaces de avenirse. ¿Qué quieren que yo les haga?

 

GALLEGO.

— Es que esta mujer ha sío mal criá. Y usté tiene la culpa.

 

JUAN.

— Yo no hei puesto pasiones malas en mi hija. Ella ha ido por la vía con su carga; se ha casao pa encontrar consuelo y no lo ha hallao. Agora se siente amarrá por la vía y quiere arrancarse a onde Dios le dé a entender.

 

CLARISA.

— Ya no, ya no. El Costino se casará con la Lucrecia. Ya no es na mío. ¿No es cierto, hermana?

 

LUCRECIA.

— Sí. Se casará... pero después...

 

JUAN.

— ¿Después?, ¿y por qué después? Si yo estoy casi en el suelo. ¡Luego me caeré y seré como ese árbol que ha juntao las dos orillas de la quebrá...!

 

LUCRECIA.

— Taitita... por mí... taitita... yo...

 

JUAN.

— Vos soi la que mas penas habís cosechao y no merecías ni la sombra de un dolor. Perdóname.

 

LUCRECIA.

— ¡Padre! (Lo abraza)

 

JUAN.

— Andate con quien habís querío siempre. Ya luego llegará mi vieja y too volverá a ser distinto.

GALLEGO.

— Clarisa.

 

JUAN.

(A Clarisa) Ruégale a tu marío que te deje dentrar en tu casa, toma a tus hijos, cúidalos y vive para ellos. Olvida y espera. No atajís las penas y te irís haciendo más güena. ¡Acuérdate que soi madre!

 

GALLEGO.

— Hace lo que tu padre te dice.

 

JUAN.

— En la vía na es eterno. A perdonarse mutuamente los pecaos, y ahora quédate a esperar a tu vieja. Lucrecia, prepárale la cama y hácele un guiso qe le guste. Pon en agua estas flores y trae muchas pa recibirla. Y hace el fuego que se necesario pa corretear al otoño.

 

(Salen Clarisa y Lucrecia, entra Pancho)

 

PANCHO.

— Taita, ya se puee pasar por el árbol guacho. De toas partes van a venir a ver el puente. El árbol tan lindo va a servir igual después de muerto.

 

JUAN.

— La muerte no mata pa siempre, lo bueno que se hace quea. (Pausa) Apenas la Juliana pueda levantarse y pasen los fríos, la voy a llevar pa que la vea. (Pancho se ha puesto triste) ¿Qué te pasa, hijo?

 

PANCHO.

(Disimulando) Na, taita. Es que... dicen se anuncia malo el año pa las chacras...

 

JUAN.

— ¿Necesitái plata, Pana 9?

 

PANCHO.

— No taita.

 

JUAN.

— Yo tengo algo. Y pueo vender unas ovejas...

 

PANCHO.

— No, padre, cómo se le ocurre.

 

JUAN.

— ¿O será que también vos estái aburrío conmigo?

 

PANCHO.

— Ni lo diga.

 

JUAN.

— ¿Y por qué no canti agora?

 

PANCHO.

— Las canciones se me atraviesan en la garganta.

 

JUAN.

— Pero a tu madre sí que tenís que componerle una bien linda, la más bonita que habís compuesto nunca...

 

PANCHO.

— Bueno, taita.

 

JUAN.

— Y después, si querís, te vai. Ya sé que se gana más en otras partes. Volvís pa las cosechas.

 

PANCHO.

— Pero usté se va a quear solo...

 

GALLEGO.

— No debís irte, Pancho.

 

JUAN.

— Si yo n'ostoy solo. De vez en cuando me vienen a ver mis hijos. Mi madre está siempre conmigo como cuando estaba viva, y me habla y me consuela. Y hoy llegará mi vieja.

 

GALLEGO.

— ¿Habrá aliviao bien?

 

JUAN.

— Anoche me dijo: "Yo, Juan, 'stoy enteramente güena. ¿Vos te acordái del peso tan grande que tenía en respalda? Ese peso se acabó. Agora stoy liviana como una criatura... Correré otra vez por la montaña y montaré a caballo..."

 

GALLEGO.

— ¿Y los niños no se acuerdan de usté?

 

JUAN.

— Muy ingrato sería si no le agradeciera a los niños su cariño. Mauro, por ejemplo; me mandó unos sombreros y unos ponchos bolivianos, y unos mazos de tabaco. Siempre me manda cosas. Plata peruana me manda. Él está allá muy bien puesto.

 

GALLEGO.

— A los que se han ido les va bien.

 

JUAN.

— Anda, Pancho a correr tierras; ya es güeno que conoscái el mundo.

PANCHO.

— Después que llegue mi madre.

 

GALLEGO.

— ¿Y Pascual?

 

JUAN.

— Pascual es mi brazo derecho. No me ha olvidao nunca. Pa toas las cosechas viene. El me trajo esas ovejitas de la cabeza negra y esa vaca mestiza que tengo a talaje en tu puebla. Y hoy día va venir pa esperar a la Juliana en la casa.

 

LUCRECIA.

(Entrando con flores) Padre, un desconocío quere hablar con usté.

 

JUAN.

— ¡Que pase!

(Llega Mauro enfermo y envejecido, deshecho)

 

MAURO.

—... ¿Don Juan de la Cruz Pizarro?

 

JUAN.

— Sí, señor, pa servirle. ¿Qué se le ofrece?

 

MAURO.

(Se sienta) Vengo de muy lejos... vengo a pedirle perdón.

 

JUAN.

— ¿Perdón? ¿Y de qué?

 

MAURO.

— ¿No me conoce?

 

LUCRECIA.

— ¡Padre, es Mauro! (Se abrazan)

 

JUAN.

— ¡Mauro! ¿Mi hijo? (Lo abraza)... que mal te ha tratao la vía...

 

MAURO.

— Padre, he pagao mi ingratitú con usté. Yo me llevé toa su plata, lo vendí too, y too se me fue por entre los deos; agora quiero que me perdone y que me dé sitio en este rancho pa terminar mi vía...

 

JUAN.

— Mauro, el corazón de tu viejo es el mesmo.

 

MAURO.

— Perdóneme que jamás le escribiera, que jamás le mandara un solo recuerdo mío...

 

JUAN.

— Mauro, cállate. Lucrecia, hácele cariño con algo. Aquí en la casa parece que se ha metío el viento del invierno; pero tuavía hay algo. Señor, cuántos pecaos habré cometío que los pagan mis hijos. Señor perdón...

 

(Salen Mauro y Pancho)

 

VOZ DE PASCUAL.

— ¡Aguántense ahí no más!

 

LUCRECIA.

— Padre.

 

JUAN.

— Qué te pasa.

 

LUCRECIA.

— Traen un muerto en una angarilla.

 

(Sale Gallego se encuentra con Pascual)

 

PASCUAL.

— Padre, mi mamita ya está descansando.

 

JUAN.

— Voy a encontrarla. (Quiere levantarse y no puede) Vayan toos a recibirla. Lucrecia...

 

LUCRECIA.

— ¿Sí, taita?

 

JUAN.

— ¿Ta cerca?

 

LUCRECIA.

— Si paire.

 

JUAN.

— Que venga mi vieja, que vengan mis hijos, toos mis hijos a rezar por su madre... Y que nadie llore! Ella no está muerta. Ella esta al lao de toos. Aquí mis hijos.

(Salen Clarisa, Pancho, Mauro, Don Gallego. Las mujeres lloran)

¡Que nadie llore! Esa mujer es tan madre, que después de muerta ha venío a estar entre sus hijos.

 

PASCUAL.

— Agora se va conmigo, padre, no le faltará na.

 

GALLEGO.

— (Al fondo) ¡Den la güelta a la casa!

 

JUAN.

— Parece que cantan... ¿cantan, Lucrecia?

 

LUCRECIA.

— Sí, padre, cantan.

 

PASCUAL.

— ¿Vos? (Se abraza con Mauro)

 

JUAN.

— ¿Tocan campanas, Lucrecia?

 

LUCRECIA.

— Sí, padre...

 

JUAN.

— Levántenme, quiero ir a encontrarla... (Lo levantan, va a andar y se le doblan las rodillas) Juliana, te acompaño... el árbol viejo se cayó y se va con vos. ¡Juliana, Juliana!

 

 

TELÓN